Editorial por Sergio Raynoldi
Está todo el país pendiente de la inminente resolución de la Corte Suprema de Justicia. Según informan los principales medios nacionales, los jueces ya habrían emitido su voto sobre si dejan o no firme la condena contra Cristina Fernández de Kirchner. La sentencia dictada establece seis años de prisión —que, por su edad, probablemente sea domiciliaria— y la inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos.
Desde este espacio siempre sostuvimos lo mismo: la Justicia debe actuar cuando corresponde, no cuando conviene políticamente. Sin embargo, por los artilugios legales y las demoras que el propio sistema permite, este proceso se estiró muchísimo más de lo debido. Primera instancia, Cámara, Casación, Corte Suprema… años y años. La condena de primera instancia estaba firme; faltaba la revisión del máximo tribunal para cerrar el ciclo.
La Corte Suprema no evalúa la culpabilidad o inocencia, sino si el proceso fue realizado respetando las garantías constitucionales y el debido proceso. Si da su visto bueno, la condena quedará definitivamente firme. Y todo indica que así será. No fue sorpresivo: después de las recusaciones fallidas a Lorenzetti, Rosatti y Rosenkrantz, este final era previsible.
Seis años de prisión. Y, sobre todo, la inhabilitación perpetua para ocupar cargos públicos. No es proscripción: es condena, dictada por la Justicia. A efectos prácticos, Cristina queda afuera de la política formal.
No voy a meterme en tecnicismos jurídicos; no soy abogado. Pero sí quiero decir algo en términos políticos. Siempre criticamos que la Justicia argentina permite que causas sensibles se extiendan hasta que se transforman en herramientas políticas. Eso debilita a la Justicia. Y ahora, cuando por fin parece actuar, inevitablemente genera sospechas. ¿Por qué ahora? ¿Por qué en este contexto?
Pero la Justicia debe hacer lo que tiene que hacer. Si Cristina es culpable, debe cumplir con su condena. La acumulación de pruebas, los testimonios, los indicios de corrupción y malversación en la obra pública son contundentes. La acusación de asociación ilícita elevaba incluso la pena potencial. Pero más allá de eso, este momento marca un punto de inflexión.
¿Por qué es crucial? Porque es una oportunidad histórica, sobre todo para el peronismo, de construir nuevos liderazgos. Más allá de que se viene un “quilombo” mayúsculo —ya se ven movilizaciones, ya se organizan paros y protestas— el peronismo tendrá que mirarse al espejo. Cristina fue durante años la figura indiscutida, pero también fue responsable del fracaso de su propio proyecto político. No solo por los actos de corrupción, sino por haber generado un nivel de confrontación interna que partió al país en dos. Kirchneristas y anti kirchneristas. Peronistas y anti peronistas. Una grieta que nos hizo mucho daño.
¿Hay responsabilidad de Cristina en el ascenso de Javier Milei? Sí, sin dudas. La falta de autocrítica y los manejos erráticos del poder dejaron el camino libre para que surgieran opciones extremas.
No sé si Cristina es culpable o no. Lo define la Justicia. Hasta acá, en todos los tribunales fue declarada culpable. Y si hoy la Corte cierra ese capítulo, se termina. No habrá más apelaciones posibles. El país necesita cerrar esta etapa.
Esto no es motivo de festejo. No es una alegría que una expresidenta termine condenada. Pero si cometió delitos, debe pagar por ellos. Porque, si no, el mensaje sería que la política es impunidad garantizada. Y eso termina destruyendo cualquier proyecto colectivo.
Eso sí: para que la Justicia sea creíble, debe ir por todos, no solo por Cristina. Mauricio Macri también debe rendir cuentas. Sus causas no pueden seguir cajoneadas. Si queremos un país serio, la ley debe ser pareja para todos. Si Cristina paga, Macri también tiene que hacerlo si es encontrado culpable de algo.
La Argentina vive el fin de una época. Es doloroso. Es conflictivo. Pero también puede ser el inicio de algo nuevo. El país necesita nuevos liderazgos, liderazgos honestos, con vocación de gestión, alejados del personalismo. Cristina ya está en el pasado. El futuro —si lo queremos construir— tiene que ser mejor que esto.
Ojalá estemos a la altura.